Tierra Ajena (Epopeya de la Conquista)


Entre los evangelios,
las cartas de navegación
y la geografía de Ptolomeo,
había un libro de viajes
con lugares de ensueño:
Activos puertos,
remotas provincias,
mesones cada ocho leguas,
buen alojamiento,
cuatrocientos caballos
disponibles y bien dispuestos.

El Gran Kan
desde su corte excelsa,
rica en especies oro y seda,
a cientos de hombres sabios
versados en la ley de Cristo
y en los siete artes…
Todavía espera.
Incomparable escenario
a Colón se le ofrecía:
títulos sin poderes,
poblados miserables,
indígenas desnudos,
marineros amotinados,
colonos disidentes
y soberanos contrariados.

Desde el primer peregrinar
del norte inmemorial y milenario,
esta tierra había sido ajena.
Poseída solo en el estrago
de sangrientos triunfos
transitorios y fracasos.
Hombres o dioses
irrumpían otra vez
al mal hallado
refugio de sus antepasados.

Se dispone a zarpar la multitud
rumbo al nuevo mundo,
más allá del Mar del Sur.
Soldados, frailes, oficiales,
sin oficio, marineros, comerciantes.
El ayudante de un establo
aprendiz de aventurero.
El burócrata y su esposa,
quienes a cambio
de sus joyas consiguieron
una posición honrosa y muy cercana
al Capitán General de la colonia.

Era una tierra seca de aventuras
después de una lucha
de siglos, victoriosa
para un pueblo sediento
de gloria y de fortuna.

El grupo de convictos
con sentencia conmutada.
El brillante bachiller
a quien miraban por lo bajo
por ser hijo de judío,
aunque converso, despreciado.

Y era una tierra seca
también en regadíos,
de un continente
por amuralladas cumbres,
rechazada,
para que diera al mar
por todos los costados.

Al mar los arrojó la tierra seca
y el mar los arrojó a la tierra ajena.

El procesador de pieles y de sebo
empeñado en conseguir
la asignación de Encomendero.
El apuesto dependiente
cuya buena presencia no ocultaba
la mezcla de sangre mora,
inaceptable en la casa
de los padres de su novia.

En oleadas, a la tierra ajena
fueron arribando
los colonos españoles.
No eran una sola raza:
celtas, iberos,
griegos, fenicios y romanos.
Visigodos, vándalos,
moros y judíos.
Eran una mezcla
de sangre de adversarios
unidos en la sabia
común de tierra seca.

Arribaron también
las manos negras,
refuerzo de las manos primitivas
para el despojo vasto
de la tierra ajena.

Aquí está la tierra ajena,
huraña,
de verdor exuberante,
indómita y esquiva.
Las montañas altaneras,
desde la misma costa erguidas
en bastiones tutelares.
Sus fértiles mesetas,
sus ríos y sus valles.
Los mosquitos,
la lluvia, los pantanos,
el llano extenso,
la selva impenetrable

La Empresa de las Indias
fue un fracaso.
Esta tierra fue el ajeno
botín de sus ensueños,
pero apropiándose
de todo lo apropiable,
la frustración de sus ensueños
repararon.
Los indígenas sumisos
fueron brazos, prolongación
de la tierra expropiada,
herramientas
para hurgar y hacer parir
el mineral de sus entrañas.

Les trajeron la viruela,
la esclavitud y el evangelio.
De cincuenta millones,
en pocas generaciones
fueron cuatro;
pero eran seres inferiores,
condenados
por la naturaleza
a ser esclavos
y por la fuerza
a ser cristianizados.

Tierra nueva, ajena
al valimiento justo,
realidad
ensombrecida de quimeras.

Pasaron veinte años
de Colón a Magallanes
para borrar las fábulas
de Las Indias,
de Catay y de Cipango,
cuando otra vez
surgió la fantasía
con el oro a flor de tierra
en la leyenda de El Dorado,
resultado del insólito
despojo de Atahualpa.

Eran soñadores,
arrojados y valientes,
desafiando
mortales acechanzas
a la tierra inhóspita
y ajena se lanzaron.
Caballeros armados
y frailes en sandalias
fueron conducidos
por los mismos
a quienes, primero
por engaños
y luego por la fuerza,
dominaron.

Con ansiedad ira
y desconcierto
el sueño de oro fácil vieron,
a golpes de evidencias,
derrotado;
pero su codicia y sus ánimos,
no fueron
por ello quebrantados.

Obedientes de su rey,
temerosos de su dios
y devotos de sí mismos,
eran luchadores aguerridos
que sabían,
en nombre de Dios y el rey,
hacer su propia voluntad

No fue por convertir
los montes en sembrados
que sus hachas
las selvas descuajaron.
Eran fundadores
de pueblos y ciudades.
No buscaban pastos,
suelos fértiles ni granjas,
buscaban esclavos,
minas y tesoros,
botín
de tierra ajena conquistada.

En una guerra
de armas de fuego,
de cruces y de espadas,
contra lanzas y flechas
no siempre envenenadas,
a indígenas ingenuos
y guerreros primitivos
derrotaron.

Los primeros pobladores
fueron nobles
por gracia de dios
y voluntad del rey
para que así
como los nobles de su patria,
fueran absueltos del trabajo
manual que denigraba.

A cuadros de ajedrez
las poblaciones demarcaron
construyendo iglesias,
cárceles, despachos oficiales,
comercios y viviendas,
siguiendo los planos
ordenados y traídos
desde la misma España

El conquistador exilado,
soñando en el regreso,
posesionado de encomiendas,
indígenas y esclavos,
sus privilegios
defendiendo hasta la muerte,
lucha y fornica lujuriosamente.

Por voluntad
o por la fuerza poseídas,
también fueron las mujeres
botín de conquista.
Condenadas
a obediencia procrearon
el mestizaje nuevo
de la tierra ajena

Aquí están
los siervos y señores
queriendo poseer
esta tierra posesiva;
pero ellos también
pertenecen a la tierra,
son fruto semilla y sementera,
cosechas
trasplantadas de otras tierras,
unidas en la sabia
común de tierra ajena.

Por metamorfosis colonial
se convirtieron
villas en ciudades,
encomiendas en haciendas
y en terratenientes
los encomenderos;
pero quedaron intactos,
el egoísmo y la codicia
que alimentaron
desde larva el privilegio.

Aquí están
los sueños en derrota
de una tierra ajena
que se niega
y una tierra lejana
que se añora.

El indio triste
llora hasta la muerte,
el mestizo se resigna
a soportar su ruda suerte,
el negro y el mulato sueñan
su libertad, alegremente.

Heredero el criollo
del valor y del empeño
en defender sus privilegios,
de la madre patria
resintiendo su poder,
aprende a querer
sin apreciar la tierra ajena.

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